Apenas la conocimos fugazmente aquel día ya lejano de 2010 en que visitábamos el famoso Golden Shwenandaw Kyaung de Mandalay. El edificio que hoy es de lo poco que queda del Palacio Real de esta ciudad era originalmente parte del Palacio Real de la vecina Amarapura antes de que lo trasladaran a su ubicación actual en Mandalay, donde formaba parte del conocido como “Palacio de Cristal” y de los apartamentos reales del Rey Thibaw.

Nuestra estancia en Mandalay estuvo marcada por importantes inundaciones que nos obligaron a cambiar más de un plan.  Ese día hacía poco que había caído un buen chaparrón y en cuando aclaró un poco decidimos acercarnos a este precioso monasterio de madera de teca tallada que antaño estaba textualmente “chapado” en oro. No queríamos perder la oportunidad de conocerlo.

Cuando entramos pudimos ver que jugando en un enorme charco había una niña menuda de unos siete u ocho años. Al acercarnos observamos que  llevaba la cara pintada artísticamente con pasta de tanaka y el pelo recogido graciosamente en dos coletas que quedaban enmarcadas por una especie de tocado de flores. En cuanto perdió el recelo inicial se acercó a enseñarnos su pequeño tesoro, en las palmas de su mano tenía un minúsculo renacuajo de rana y no paraba de acariciarlo con el dedo de la otra mano y de mirarlo con ojos amorosos. Sobre uno de los pilotes cercanos colgaban un puñado de guirnaldas de flores blancas que ya empezaban a verse mustias.

Siguiendo a nuestro guía local, accedimos al interior del edificio y allí dentro pudimos comprobar que había una señora que pasando por el piso de madera algo parecido a un cepillo, le daba un repaso. Entendimos que ella podía ser la madre de la criatura pues allí no había nadie más.

No volvimos a reparar en la niña que siguió disfrutando del charco, hasta que estando tomando unas fotos del lugar volvió a aparecer, ahora ofreciéndonos de modo insistente las flores. Por más que viaje y lo haya visto en otros rincones del mundo, me violenta mucho ver a niños de estas edades abordando a los turistas. Me entristece y provoca sentimientos muy enfrentados, por un lado es imposible no sensibilizarte ante ello, y por otro lado sabes que si le das las monedas, aunque sea a cambio de una flor, a pesar de que creas que le estas ayudando, a lo único que le “ayudas” es a perpetuarlo en esta situación ya que desgraciadamente sus pequeñas manos contribuyen así a la economía familiar, y en situaciones precarias todos, niños y adultos contribuyen como pueden a ella. Esta situación es muy común en Myanmar. Los hermanos mayores cuidan de los pequeños y de la casa mientras los padres trabajan, y por esta razón nunca van a la escuela, la venta en la calle acaba siendo de las pocas salidas que pueden tomar. Nuestro guía nos reafirmó en ello, y nos pidió encarecidamente que por su bien no le diésemos ninguna moneda. Ella finalmente dejó de insistir y siguió revoloteando a nuestro alrededor hasta que nos marchamos. De hecho accedió a posar con nosotros con su mejor sonrisa, sentada en el quicio de una de las puertas del monasterio y tan bonita como podéis ver en esta imagen en rojo que he mirado muy a menudo, preguntándome que habría sido de aquella pequeña de Mandalay. Es curioso, porque no solo me ha pasado con ella, sino con otras personas que se cruzaron también fugazmente en mi camino en aquel viaje, y de las que no supe nada entonces ni he vuelto a saber con posterioridad, quizás porque aquel viaje fue uno de los viajes más bonitos e intensos que hemos hecho nunca.

Soy consciente de que puede sonar absurdo, pero no es así. Me encanta el retrato, y estando en Birmania hicimos algunos muy bellos, retratos consentidos de buen grado, de rostros naturales y expresivos, de mirada directa, de sonrisa cálida, de mujeres, de niños, de monjes… y nos han acompañado estos años, cada vez que pienso en Birmania no puedo evitar pensar  en sus gentes.

Hace unos días pregunté a nuestro guía de Mandalay, con el que hemos mantenido el contacto todos estos años, Aung Naing Oo por esta niña, si la había vuelto a ver con posterioridad, y su respuesta fue rápida, “claro, sé quien es ella y donde localizarla, pero ya no es una niña”. Entonces le propuse algo que está permitiéndome hoy escribir este artículo, le pedí que le consultase si quería hacerse una foto en el lugar en que la conocimos y contarnos algunos detalles de su vida cotidiana. Quería saber si su vida había mejorado con el boom turístico del país o si por el contrario este la había empeorado. Cuales eran sus sueños. Y gracias a Aung, y a ella, hoy sé que se llama Khaing Khaing Win, que nunca estuvo escolarizada pues como tantos niños ayudaba a su familia vendiendo las guirnaldas a los visitantes del templo, y que tiene un hermano mayor y dos hermanos menores. Ahora ella tiene 16 años y vive con su tía tras un nuevo matrimonio de su madre quien vende flores en la pagoda Sandamuni en Mandalay.  Khaing Khaing Win ya no vende flores, y a pesar de no haber ido nunca al colegio, los fines de semana estudia con gran tesón el japonés. El resto de su tiempo trabaja como voluntaria en una organización contra el tráfico de niños. Sueña con ir a Japón algún día a trabajar pero su vida en familia es muy difícil.

No imagináis la ilusión que me hizo recibir su imagen, creo que si hubiese ido yo misma a hacerla no me hubiese emocionada más. Allí estaba, con su mismo maquillaje y su mirada directa, nunca más una niña…consciente y solidaria, espero que alcance sus sueños.

 

El hecho de que colabore con una ONG me ha abierto los ojos a un tema tan espinoso como el tráfico de niños, un problema que hasta ahora pensaba que no existía en Birmania. De hecho aquí tenemos una de las caras negativas de la rápida apertura del país, tenía entendido que uno de los pocos aspectos positivos en los casi 50 años de dictadura militar ha sido precisamente la protección de los niños frente a las redes de tráfico, reconocido por la propia UNICEF. Pero parece que esto ha comenzado a cambiar y no a mejor tras  la apertura de fronteras; muchos niños y jóvenes birmanos acuden a las ciudades atraídos por las ofertas de empleo, pero acaban siendo mano de obra casi esclava.

En muchos negocios de la capital se puede ver a niños trabajando y a nadie le sorprende, como camareros, como vendedores callejeros, como limpiadores. No están escolarizados, no tienen cerca a la familia y duermen en las trastiendas. Nadie los echa en falta. Se ha convertido en un delito habitual en Birmania, donde huérfanos y niños secuestrados suelen ser enviados a países vecinos como Tailandia, “donde se les obliga a trabajar como vendedores callejeros, empleados del hogar, de la construcción, o la industria del sexo, según algunas organizaciones no gubernamentales”. Os paso el link de una ONG española en la frontera de Birmania y Tailandia que proporciona escolarización a los niños de padres desplazados en la zona, bien por buscar una vida mejor en el país vecino, bien por huir del país por motivos étnicos o religiosos por si queréis colaborar con ellos:  http://colaborabirmania.org/

Gracias Khaing Khaing Win, por tu sonrisa y por tu colaboración, te deseamos mucha suerte.